dilluns, 11 d’octubre del 2021

Cărtărescu, Mircea. El ojo castaño de nuestro amor

 

El gato muerto de la poesía de hoy

I

Al final de la Segunda Guerra Mundial, un excombatiente, Seymour Glass (cuenta J. D. Salinger) es invitado a cenar con la muy burguesa familia de su prometida, Muriel. Los padres de esta, preocupados por las rarezas del joven, le hacen la clásica pregunta sobre la carrera que le gustaría desarrollar después de la guerra. Para su consternación, Seymour responde que no querría ser otra cosa que un gato muerto. Naturalmente, ellos se toman su respuesta como una prueba más de su locura, sin saber que el maravilloso personaje (un nuevo príncipe Mishkin, en definitiva), un poeta por excelencia, se refería a una antigua parábola zen. « ¿Cuál es el objeto más valioso del mundo?», le preguntan a un maestro zen. «Un gato muerto —responde él—, pues nadie puede ponerle precio.» La poesía es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático en el que vivimos. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un terror más dulce. Nadie parece ponerle precio y, sin embargo, no existe nada más valioso. Solo la encontramos en las librerías si tenemos la paciencia de llegar hasta las últimas filas de las estanterías. Los poetas no tienen ya estatuas, como en el siglo xix, ni reputación, como en el siglo xx. Obsesionadas por las ventas y la rentabilidad, las editoriales huyen de la poesía como alma que lleva el diablo. No se puede imaginar hoy en día un destino más dramático que el del poeta que decida consagrar toda su vida al arte. Los antiguos arruinaban su vida (en muchas ocasiones también la de otros) por la locura de un verso hermoso, pero confiaban al menos en el reconocimiento de las generaciones venideras. Ellos podían creer sinceramente que la belleza —como dijo Dostoievski— es la salvación del mundo, pero hoy ya no sabemos qué es la belleza, ni tampoco el mundo, y no entendemos qué significa «salvar». ¿Qué vas a salvar si vivimos en lo inmanente y lo aleatorio? Sin la perspectiva de conseguir algo a través del arte y, en definitiva, de su profesión, sin la esperanza en la gloria y en la posteridad, el poeta está condenado a la vida asocial y fantasiosa del consumidor de hachís. «El poeta, como el soldado, no tiene vida propia, / su vida propia es polvo y pólvora», escribía Nichita Stănescu. Hoy, cuando la civilización del libro agoniza y cuando penetramos con voluptuosidad en los espantosos desfiladeros de lo virtual, la poesía es menos visible aún. La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura, una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y T. S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la descentralización posmoderna ha producido una civilización sin cultura, una cultura sin arte, un arte sin literatura y una literatura sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera brusca y las primeras víctimas han sido los poetas. Y, sin embargo, humillada y disuelta en el tejido social, casi desaparecida como profesión y como arte, la poesía sigue siendo omnipresente y ubicua como el aire que nos envuelve. Pues, antes que una fórmula y una técnica literaria, la poesía es un modo de vida y una forma de mirar el mundo. Expulsados de nuevo de la ciudadela, los poetas han aprendido a luchar con las mismas armas que la civilización que los condena. Se han refugiado en las redes de los blogs literarios, donde publican libremente sus textos eludiendo las servidumbres de toda forma de comercialización, y han encontrado cobijo en los lyrics de la música rock y el rap, han conquistado las almenas de los vídeos musicales y comerciales. Han aprendido a competir en los slams de poesía interpretada. Han comprendido la alegría del anonimato, la alegría de la autosuficiencia de producir textos para unos cuantos amigos, han aprendido a protegerse de la brutalidad del mundo circundante y de la vulgaridad del éxito. Nada es más discreto, más admirable y más triste, en cierto sentido, que el poeta de hoy, el último artesano en un mundo de copias sin original, como escribía Baudrillard, el último ingenuo en un mundo de arribistas. Los poetas rumanos son también, hoy en día, los maravillosos gatos muertos de la cultura rumana. A duras penas consiguen publicar, son relegados en los premios, las becas y el reconocimiento, son considerados por mucha gente escritores de segunda.

II

Pocos, muy pocos, son conocidos por el gran público. Los últimos que consiguieron una cierta notoriedad fueron los de los años sesenta, los clásicos de la modernidad. Ningún poeta disfruta ahora de la fama que alcanzaron entonces (y que ha aumentado con el paso del tiempo) Nichita Stănescu o Marin Sorescu, Gabriela Melinescu o Ana Blandiana. Solo unos pocos de los estudiantes de Filología conocen la obra de los poetas rumanos actuales. Y, sin embargo, la poesía ha sido siempre la reina de la literatura rumana, una literatura cuyo genio absoluto es Mihai Eminescu, un poeta. En el período de entreguerras brillaron los poetas modernistas, entre los que destaca sin duda el gran escritor Tudor Arghezi. La vanguardia y el surrealismo rumano produjeron autores de reconocimiento internacional cuyo nombre debería resultar familiar a cualquier ciudadano europeo cultivado: Tristan Tzara, Isidore Isou, Benjamin Fondane, Gherasim Luca, Gellu Naum. Después de la guerra, junto a los deslumbrantes representantes de la generación de los sesenta mencionados más arriba, dos autores aislados, encerrados herméticamente en un mundo propio de una intensa originalidad, alcanzaron un prestigio duradero: Leonid Dimov, mago de las palabras, creador de paisajes nostálgicos atravesados por la luz turbia del sueño, y Mircea Ivănescu, probablemente el mejor poeta rumano vivo, 19 más discreto que la propia discreción, más transparente que el aire e igualmente necesario. Este último reorientó, en la década de los setenta, toda la poesía rumana, la desconectó de su antigua fuente francesa y la lanzó al otro lado del océano, hacia la mucho más directa, más prosaica y más dinámica poesía americana. Los años setenta conocieron un eclecticismo tardo-modernista en el que tuvieron cabida las tendencias más contradictorias: la delicadeza de los poetas descendientes de Blaga (ese Rilke transilvano de los años veinte y treinta), como Adrian Popescu, y el vigor ético de Mircea Dinescu. Los poetas más importantes de los ochenta son, sin embargo, dos encantadores manipuladores de graciosas inutilidades, Şerban Foarţa y Emil Brumaru. La última generación nacida en el período comunista, en un decenio trágico marcado por la dictadura y las privaciones, fue la de los años ochenta, conocida ya en aquel período con el nombre de «la generación en vaqueros». El año 1980 fue, de hecho, el equivalente en la cultura rumana de 1968 en Europa Occidental: año de ruptura, de revuelta contra el sistema, de insurrección respecto a la generación anterior. Esto se dejó sentir mejor en la poesía. Todo lo que estaba vivo en la poesía rumana, una vez aceptada su marginalidad y su ruptura con el sistema comunista como una gran oportunidad, se trasladó al underground. En esa década tuvo lugar el segundo acercamiento a la poesía americana —tras el de Mircea Ivănescu—, gracias al descubrimiento de la Generación Beat y de la energía de unos poetas como Allen Ginsberg o Lawrence Ferlinghetti. Los jovencísimos poetas de entonces (que ahora tienen unos cincuenta años y han empezado a ser considerados los «últimos clásicos») asumieron la forma violenta, narrativa, prosaica y estridentemente metafórica de los beatniks americanos y emprendieron el famoso «descenso de la poesía a la calle», tan necesario en la poesía rumana. La poesía viva se materializó en todo aquel período en cenáculos estudiantiles como el legendario Cenáculo del Lunes de Bucarest, que sería brutalmente liquidado por la censura tras quince años de funcionamiento subterráneo. Entre los poetas «ochentistas», como son conocidos incluso hoy en día, hay que destacar a Florin Iaru, Traian T. Coşovei, Mariana Marin y Ion Mureşan. Los dos primeros son lúdicos e irónicos, los últimos, por el contrario, graves y proféticos, pero comparten un inquebrantable instinto de libertad.

III

Tras la revolución anticomunista de diciembre de 1989, la poesía rumana se hundió catastróficamente en el sistema de valores de los rumanos. El capitalismo salvaje de los años noventa arruinó a la población, las editoriales y las revistas culturales entraron en declive, la competencia por las traducciones de literatura comercial se hizo abrumadora. Los poetas que surgieron en ese período miserable arrojaron simplemente sus libros a un océano de indiferencia. Ellos son, en cierto sentido, la segunda generación perdida en la poesía rumana después de la de 1945, la de Constantin Tonegaru y Geo Dumitrescu. Grupos y grupúsculos de poetas se desarrollaron —como una prolongación del "ochentismo" o, en muchas ocasiones, enfrentados a él— sin llegar nunca al público. Para hacerse oír, muchos poetas apelaron a la violencia y a la pornografía, fijando valores y mensajes «punk». Daniel Bănulescu o Mihai Gălăţeanu se encuentran entre los poetas bucarestinos de esta tendencia, vinculados a la revista ArtPanorama. El gran poeta de este grupo es, sin embargo, Cristian Popescu, un fantaseador de esencia psicoanalítica y surrealista, trágicamente desaparecido a los treinta y siete años. En Braşov nació otro grupo, integrado por unos poetas culturalistas, refinados, anti-intelectuales por exceso de intelectualidad. Simona Popescu es la poeta más destacable del mismo. Finalmente, un solitario, Ioan E. Pop, es tal vez el mejor valorado en la poesía de los años noventa: un poeta grave, meditativo, preocupado por cuestiones existenciales y religiosas. El cambio de milenio se mostró algo más favorable con la poesía que, sin embargo, no ha recuperado siquiera hoy en día el estatuto de estrella de la literatura rumana. Jóvenes poetas de los cenáculos estudiantiles bucarestinos intentaron restaurar el mundo deslumbrante del Cenáculo del Lunes, pero las condiciones no eran ya las mismas. T. O. Bobe, Ioana Nicolaie, Sorin Gherguţ y Marius Ianuş leyeron en el cenáculo de la Facultad de Letras poemas de factura muy diferente. Este último, junto con el poeta de Besarabia Dumitru Crudu, aspiró a agitar las aguas deprimidas de la poesía joven a través de la corriente poética conocida como «fracturismo», a la que se sumaron otros poetas y narradores. La corriente, que no tuvo una vida demasiado larga, era violentamente anti-intelectual, cultivaba una poesía social, brutal, influida por los grupos de música rap como B.U.G., La Mafia o Los Parásitos. Paradójicamente, a pesar de su extrema violencia, su mensaje no ganó demasiados adeptos. La corriente prosaica, despojada de ornamentos, sincera y auténtica, iniciada en la poesía rumana por la generación ochentista, sigue vigente hoy en día en la poesía de los autores más jóvenes. Dan Sociu es, probablemente, el adepto más conocido (y el mejor dotado) de este tipo de poesía. Los detalles de la vida cotidiana cobran en su poesía el aura de un milagro. Una poesía sobre la sordidez existencial de tinte social es la de Elena Vlădăreanu. Otros jóvenes poetas igualmente notorios (agrupados por la crítica, en contra de su voluntad, en una generación denominada «la de los dosmilistas») cultivan un tipo de poesía completamente distinta, neo-existencialista, cercana al profetismo y a lo trágico grotesco de Ion Mureşan o Ioan Es. Pop, rasgos asociados entre nosotros a la poesía transilvana que nace de la obra de Lucian Blaga. Los últimos libros de poemas de Teodor Dună, Claudiu Komartin o Dan Coman albergan una lírica obsesiva, a veces mórbida, atravesada por corrientes de locura. En resumidas cuentas, la poesía rumana está, gracias a la última generación, en buenas manos. Nada parece más ausente de la vida de los rumanos que la poesía. Si le pides a alguien por la calle que mencione el nombre de un poeta rumano vivo, probablemente nueve de cada diez no conozca a ninguno. Al mismo tiempo, sin embargo, no hay nada más presente que la poesía. Un sinfín de jóvenes publican poemas en sus blogs, la gente sonríe con los anuncios ingeniosos de muchos productos, con los dibujos animados de Mini Max, con los juegos mágicos de ordenador que a veces rezuman poesía. La poesía no es únicamente el texto que no llega hasta el final en el margen derecho de la página. Está de hecho en todas partes, en el ADN de nuestras células y en las fórmulas matemáticas, en las mujeres guapas y en los hombres guapos, en la forma de las nubes de verano, pero también en el cadáver putrefacto descrito por Baudelaire, en la ruina y la destrucción. Ser poeta, en Rumanía y en otras partes, significa ser capaz de ver la belleza allí donde nadie más la ve: en el gato muerto de la parábola zen, en el más presente/ ausente, el más humilde/ sublime y más dulce/ peligroso objeto del mundo.

 

Cărtărescu, Mircea. El ojo castaño de nuestro amor (Impedimenta nº 139) (Spanish Edition) (p. 62). Editorial Impedimenta SL. Edición de Kindle.

 

 

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